Tenía el sentimiento revuelto, pero eso no era lo peor. Lo peor era ese desánimo que lo embargaba y que proyectaba una sombra sobre su misma alma, antaño luminosa.
Apañado con cientos de tiritas, tenía un corazón negro y gélido, cuyo latir era como un masticar de cristales.
De sus ojos, menor ni hablemos, pues habían perdido todo su fulgor verdoso y ahora parecían dos oscuros pozos.
Y, así, fue como terminó transformándose poco a poco en una estatua de hielo.
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